De niños insoportables y madres blandengues
En muchos ámbitos se considera que una “buena educación” incluye no permitir comportamientos desagradables de los niños. Pero ¿sabemos qué precio pagan los pequeños que deben reprimir la expresión de su ira?
Imaginemos un día de fiesta. Puede ser una reunión familiar o un encuentro campestre. Hay gentes grandes y pequeñas, movimiento, entretenimientos varios. Estamos felices, nos alegramos de ver a algunas personas a las que hacía tiempo que no veíamos, nuestro hijo pequeño tiene otros niños con los que jugar y todo apunta a que por fin vamos a poder charlar un rato sin tener que atender los interminables requerimientos de nuestro hijo.
Pero el pequeño tiene otros planes, para variar. No está conforme, reclama nuestros brazos constantemente. Maldita sea. “¿Por qué no juegas con esa niña? Mira, puedes hacer tal cosa”, le decimos. Y nos sumergimos con ansia en el universo adulto durante un minuto. Pero entonces, nuestro hijo vuelve. Está malhumorado, una niña que lo sigue insiste en relacionarse con él, y no se desanima cuando él pretende subirse a nuestros brazos. Intentamos que el pequeño acepte ser cogido de la mano por la niña, sin éxito. Probamos de nuevo a proponerle algo para que se entretenga, y empezamos a sentir cierto resentimiento hacia nuestro hijo: “podías estar jugando, y yo airear un poco, no sé por qué no aprovechas toda la diversión que tienes al alcance ahora mismo, que no me dejas ni respirar”.