El chico que venció al terrorismo
Cuando caí en que conocía a la pareja de Ann-Laure Decadt, la chica belga asesinada el pasado 31 de octubre en el último atentado con furgoneta en Nueva York, no imaginé que tras el impacto y el horror inicial iba a acabar sintiendo que hay un futuro para la humanidad más allá de reproducir la violencia. Y si así lo he sentido, no es porque yo haya elaborado nada en absoluto. Ha sido este chico, antiguo compañero de estudios en Dinamarca, quien con su amplitud de miras y de corazón ha roto mis augurios sobre la autorreplicación del odio a la manera de los virus.
Dos niños: uno de tres años, otro de tres meses, conocerán un día la historia de que su madre ha sido asesinada por un terrorista islamista. Y, como donde hay sangre hay predadores, a menos de un paso husmeará la ultraderecha buscando a dos jóvenes ávidos de venganza transgeneracional, rencorosos hasta tener el razonamiento nublado por la historia familiar.
Al fin y al cabo, nuestro país está lleno de personas así, gente cuyas posiciones no son ideológicas sino emocionales. Personas a las que nunca convencerá la más acertada de las razones. Gente que no puede ir más allá de considerar malas personas hoy a quienes durante la Guerra Civil hubieran estado representados en la trinchera de enfrente. Como si pensar diferente estableciera la podredumbre del corazón. El odio está instalado tan profundamente y con tal persistencia a través de las generaciones que no sé por qué aún me sorprende encontrar este tipo de posturas entre la gente joven, amigos y familiares.
Con esta premisa, imaginaba a mi antiguo compañero atravesado de por vida por el rencor, y a sus hijos proyectándolo hacia el futuro. Y entre mis palabras de apoyo me atreví a expresarle el deseo de que no culpemos a un grupo étnico ni a una religión en su conjunto por toda esta locura.

Invitación al funeral de Ann-Laure Decadt
Su respuesta empequeñeció mis palabras bienintencionadas. Las suyas, sencillas, fueron: “No culpo a nadie. Mi mujer ha sido una víctima de la guerra moderna, esa es la realidad. Es extremadamente doloroso, especialmente para mis dos hijos, que nunca conocerán a su madre en persona. Ella para mí era la mujer más fantástica del mundo, con grandes dones y una sensibilidad especial hacia los desfavorecidos y las personas más vulnerables de la sociedad. Duele enormemente y es tan irónico que haya sido una persona tan desfavorecida y vulnerable quien la haya asesinado.”
El chaval risueño con quien compartí amigos y fiestas en la escuela universitaria, uno más entre tantos chicos y chicas que uno puede cruzarse por la calle, enseña qué es la honestidad hasta sus últimas implicaciones y el verdadero amor al prójimo. Hoy, sus amigos tienen la boca tensa y a las “fiestas” vienen ministros de negro. Y mañana y cada uno de los días silenciosos tras el agitón mediático y la descarga de adrenalina, él estará reconstruyéndose de escombros, a pico y pala, sin la ayuda de la rabia.
Mientras tanto, la agenda mediática continuará empachada de polémicas y acusaciones cruzadas, de violencias nuevas que son la misma. Y nosotros seguiremos aferrados a nuestras posturas, defendiéndonos de cada diferencia que convertimos en agresión, rugiendo con los nuestros que hacen morder el polvo a los contrarios, aplaudiendo a nuestro partido político que humilla al de enfrente y cultivando nuestro tergiversado sentimiento patriótico que niega la posibilidad de repensar juntos cómo convivir.
En este tiempo de buenos y malos, este chico se ha enfrentado al terrorismo y lo ha vencido: no va a replicar el odio, no va a inyectárselo a sus hijos. No es un intelectual, ni un sacerdote, ni un maestro, ni un político. No se trata de una presentación de fotos bonitas con frases sobre el amor. Es solo un hombre joven, papá de dos niños, que hoy está roto por el dolor.
Él no va a pisar cabezas con turbante para tratar de respirar allá arriba, allá lejos, donde no inunden las lágrimas. Pero en una sociedad en que los buenos son los nuestros y los malos son los otros, a cada uno nos queda todo por hacer hasta que podamos, en serio, vivir en paz.
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Artículo publicado en La Nueva España